Robert Walser
Franz Kafka. Jinete y caballo. Técnica, formato, fecha y ubicación desconocidos. |
El escritor escribe sobre lo que siente, oye y ve, o sobre lo que se le ocurre. Tiene por lo general muchas ideas nimias que no puede en absoluto utilizar, hecho que a menudo lo desespera. Por otra parte, a veces tiene infinidad de ideas útiles en la cabeza, pero ocurre que deja su propio capital inactivo porque, o bien no lo encuentra, o bien no tiene cerca a nadie con buenas intenciones que le llame desinteresadamente la atención sobre las riquezas que aún no ha descubierto.
Un buen día, a los periodistas conspicuos se les puede ocurrir animar a uno de estos escritores a que les mande, cuando crea oportuno, una prueba de su arte. En este caso el escritor se sentirá feliz sobremanera, tendrá motivos suficientes para no caber en sí de la alegría, y enseguida se dispondrá a satisfacer con la mayor escrupulosidad posible los deseos que han llamado a su puerta. A tal efecto, se pone en primer lugar la mano en la frente, se coge de los pelos, que suele tener a manta, se pasa el dedo índice ligeramente por la nariz, se la agarra quizás un poquito, se muerde los labios, pone a la vez cara de determinación y de frialdad e indiferencia, limpia la pluma, se sienta en la silla como es debido, frente al antiguo escritorio, suspira y se pone a escribir.
La vida de un escritor como Dios manda tiene siempre sus dos caras: el lado oscuro o los aspectos negativos de la vida, y el lado visible o los aspectos favorables; dos escenarios, un lugar en el que sentarse y otro en el que estar de pie; dos clases: una primera y otra insípida de cuarta. El supuestamente alegre oficio de escritor puede ser muy penoso, en ocasiones muy aburrido, muchas veces incluso peligroso. El hambre y el frío, la sed y la estrechez, las humedades y la sequía han sido siempre, en todas las épocas históricas y de la cultura, fenómenos conocidos en la variada vida de los “héroes de la pluma” y lo seguirán siendo probablemente también en el futuro. Pero no menos sabido es que hay escritores que han ganado fortunas, construido villas palaciegas en las inmediaciones de algún largo y vivido rebosando buen humor.
El escritor como Dios manda es alguien que está al acecho, un cazador, alguien armado con escopeta, que busca y encuentra, una especie, en definitiva, de Ojo de Halcón que vive permanentemente a la caza. Acecha los acontecimientos, persigue las rarezas del mundo, busca lo extraordinario y verdadero, y aguza los oídos cuando cree oír el ruido que anuncia la llegada no precisamente de caballos indios al galope, sino de nuevas sensaciones. Está siempre a punto, siempre dispuesto a atacar por sorpresa. Si llega paseando una belleza inocente y desprevenida, vestida a poder ser como una campesina, el escritor sale de su escondrijo y atraviesa el corazón de la dama, que había salido a pasear sola, con su afilada pluma, impregnada del terrible veneno que es el don de la observación.
No obstante, por lo general entiende también de cosas feas y espantosas y no se arrendra ante el delito típicamente infantil de escribir y compone versos, motivo por el que en rigor se ganó, como es sabido hoy mejor que nunca, unos años de reclusión en un correccional. En todo momento y a la mínima ocasión ha metido su ávida nariz en todo cuanto ha podido, y lo cierto es que no deja de husmear. En eso, precisamente en eso, suele decirse, consiste la noble tarea del escritor aplicado y concienzudo. Siempre tiene abiertas las hojas de la ventana de su nariz, él husmea, olisquea y se cree con el deber de desarrollar la sensibilidad de su buen olfato hasta la más aguda perfección.
Un escritor no lo sabe todo –sólo los dioses, como se sabe, lo saben todo–, pero todo sabe algo, e intuye cosas que ni su majestad el káiser, desde sus alturas, es capaz de vislumbrar. Llegó al mundo con una guía que le indica en todo momento la dirección que debe seguir en sus pensamientos para advertir lo sospechoso y lo casi inconcebible. Se ocupa de todo cuanto hay de interesante y digno de ser aprendido en el mundo, y alberga el firme convencimiento de que es provechoso para él y los demás. Si experimenta, por pequeño que sea, un enriquecimiento interior, se siente obligado a verter al papel este incremento, este plus, sin la menor dilación: no espera ni tres horas. Me gusta su manera de proceder. Indica que es hombre que que busca el bien a toda costa, un hombre al que le parece inicuo ir acumulando experiencias sin compartir algunas con el resto de los mortales. Es, por consiguiente, lo contrario de un avaro que lo guarda todo para sí.
¿Qué hombre, en este siglo de hedonismo y arribismo, se siente servidor de la humanidad, solícito amigo de los pobres, si no el escritor? Tiene motivos, pues siente que, desde el momento en que sólo pensara en su propio y único provecho, se acabaría su vena creadora. Hay un no sé qué misterioso que lo envuelve siempre y lo obliga a ser un altruista. Se sacrifica, pues ¿para qué vivir si no? Cuando los otros se ríen porque a él se le llenan los ojos de unas lágrimas claras y hermosas, permanece, humilde, en la penumbra, preocupado con la tarea que le susurra al oído: estudia esta alegría, retén en la memoria el sonido de este contento, para que luego, al llegar a casa, puedan describirla y retratarla con palabras.
Al escritor se le suele tildar en vida de personaje ridículo; sea como fuere, es siempre una sombra, está siempre aparte, ajeno al inefable placer de estar en el meollo, placer del cual disfruta el resto de la gente; sólo es importante cuando escribe sin descanso, es decir, a escondidas. Así era, poco más o menos, la escuela en que, entre humillaciones y privaciones de toda clase, aprendió el ejercicio de la modestia. En las relaciones con las mujeres, por ejemplo: hay que ver cómo el escritor, aunque ambiciona mucho y se conmueve por la causa y como servicio está, se ve obligado a recatarse hasta el punto de, a menudo, resultar vergonzoso para su reputación como hombre y ser humano. Ahora empiezo a comprender por qué la gente no vacila en llamar al escritor un “héroe de la pluma”. Es un apelativo trivial, pero verdadero. Todo lo vive para sus adentros, es carretillero, restaurador y camorrista, cantante, zapatero y dama de salón, mendigo, general, aprendiz de banca y bailarina, madre, hijo, padre, estafador, amante y creador. Él es el claro de luna y el murmullo de la fuente, la lluvia y el calor de las calles, la playa y el barco de vela. Es quien pasa hambre y quien se empacha, el fanfarrón y el predicador, el viento y el dinero. Es la moneda de oro sobre el contador cuando escribe: “y ella (una condesa polaca) cuenta el dinero”. Es el rubor en las mejillas de la mujer a la que siente que ama, el odio del mezquino rencoroso; en suma, él es y debe serlo todo. Para él existe una sola religión, un solo sentimiento, una sola manera de concebir el mundo; refugiarse cual amante, con cuidado, en la forma de pensar, en los sentimientos y en la religión de otras personas, si no de todas. Se olvida a sí mismo cada vez que escribe la primera palabra, y cuando ha dado forma a la primera frase no quiere saber nada de sí. Supongo que todo eso habla a su favor.
Robert Walser. La habitación del poeta. Siruela. Madrid, 2005.
Traducción de Juan de Sola Llovet.
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