10.12.13

DESVELAR

Miguel F Rabán Mondéjar

Tumbas excavadas y restos del coro de la iglesia neogótica de San Pedro. Claudia María Melisch, Berlín, 2008.
La ciudad, como el ser vivo, está sometida al devenir. Y, también como el ser vivo, nace en un momento determinado, crece, se desarrolla, y se nutre del medio. Quizás la gran diferencia entre ambos estriba en que la ciudad no termina de existir: habrán de permanecer sus huellas, persistirán sus estratos, visibles o no, en un estadio latente siempre susceptible de ser reencontrado. Otras nuevas ciudades surgirán, se impondrán, se superpondrán o utilizarán su materia preexistente como sustento o, como si de un tejido orgánico se tratase, se regenerará la estructura original con trasplantes y operaciones que la estabilicen.

El ente urbano es el escenario por antonomasia de la memoria colectiva y del cambio permanente, inducido o motivado por las sutiles y minúsculas mutaciones individuales (los trasuntos, los flujos, los progresos...). Es por ello que un acercamiento, una aproximación suficiente a la ciudad nunca ha de omitir sus tiempos pasados, ni sus vinculaciones posibles con los presentes y venideros. Asimismo, la urbe es entendible como realidad compleja, poliédrica, facetada, plural, de forma que la mirada, la perspectiva, es la que le da significado y delimita sus rasgos.

Uno de los medios que permiten condensar los tiempos y radiografiar las sustancias es el desvelo: traer algo al presente, reconocerlo y sacarlo a la luz. La desvelación, aunque excepcionalmente pueda darse de forma fortuita, suele producirse a través de la mirada inusual, que rastrea, que enfoca y que sabe reconocer el hallazgo. Es consecuencia de un anhelo, de una inquietud que motiva la búsqueda de una realidad oculta, seguramente enraizada en la llamada del propio objeto esperando a ser encontrado.

El descubrimiento se trata de un acontecimiento que implica un proceso de alteración del estado anterior de un elemento que, al ver la luz en un tiempo nuevo, al manifestarse, mostrará cualidades y condicionantes igualmente inéditos. El acto del desvelo perturba al espectador, al investigador o al coleccionista, pero también al objeto hallado.

Esta suerte de revelación se nos presenta en la ciudad de múltiples formas. Tal vez la más evidente sea la sustracción de las vestiduras y disfraces, que manifiestan tras de sí los esqueletos y las entrañas escondidas: los restos de los armazones de madera, las desprotegidas estructuras de vigas y forjados desnudos, las huellas de escaleras, de los enseres domésticos, de los tesoros guardados como pecios de un naufragio.

Si la desvelación anterior es domesticada por el tiempo, la erosión y la destrucción, la que procede de la mirada activa y escrutadora es de naturaleza opuesta: creativa y constructiva. Se basa en la capacidad de abstraer los elementos cotidianos y desentrañar, desvelar, aquellos parámetros intangibles e implícitos que sólo la intencionalidad es capaz de hacer evidente.

En ocasiones, sin embargo, para descubrir algún fragmento de la ciudad es preciso enterrar otro. El ocultamiento, el velo, paradójicamente, posibilita un entendimiento insospechado del objeto expuesto (o tapado) alterando, por contraste o inversión, su significante. La ausencia reconstruye la presencia y el elemento otrora ordinario, habitual, cotidiano, se reviste de una insólita condición que lo hace más presente, más “existente”.

Conocer la ciudad en sus momentos de debilidad, de exposición al medio, permite entenderla con una mayor amplitud. Desde los remanentes de sus vacíos que evidencian las huellas de los crímenes perpetrados, hasta en sus grietas más profundas, en sus heridas, en sus oquedades y hendiduras que desvelan su contenido más recóndito. La manifestación, el fenómeno, es el agente que nos hace reflexionar acerca de los diversos caracteres urbanos, nos hace conscientes y sabedores de su esencia, y nos incita a intervenir en ella con conocimiento de causa.

Y, al fin y al cabo, en el envés de la ciudad, en el reflejo, en lo sombrío, en lo secreto, en lo íntimo, siempre acaba haciéndose posible el reconocimiento de otras existencias que dilatan la de uno mismo.

COLOCAR

Pedro Mena Vega

Lutero colocando las 95 Tesis, de la serie Vida de Lutero. Adolf von Menzel, 1831.
La palabra colocar viene en última instancia del latín locus, un término que ha sido empleado en estudios sobre lo urbano para significar lo que el lugar tiene de propio y distintivo. Colocarse es, por tanto, insertarse en una realidad previa que cuenta con sus propias reglas de juego. De entre las acciones en la ciudad, es además una de las que nos resulta más connatural: colocar la mercancía, colocarse uno mismo, viendo y dándose a ver, entrando en un juego de relaciones con el espacio público que nos rodea. Una acción tanto más propia de climas cálidos como el nuestro, en que se convierte incluso en una necesidad. Es como si sintiéramos la compulsión de ocupar el espacio que nos es más cercano, de colocarnos en él y llevarlo a una escala más menuda, como si una suerte de horror vacui recorriera nuestras ciudades y nos obligara a llenarlas de bártulos, efigies, altarcillos y tenderetes.

Lo más valioso, a mi juicio, de este tipo de procesos es el momento en el que empiezan a complejizarse, cuando lo colocado interacciona con el lugar despertando nuevos usos y posibilidades que necesitaban sólo de una chispa para arrancar. No es tan importante entonces el propio objeto colocado sino más bien lo que éste pone de manifiesto o genera a su alrededor. Algo parecido debió tener en mente Aldo van Eyck cuando condujo su programa de parques infantiles en Ámsterdam tras la Segunda Guerra Mundial: los niños estaban ahí, los vacíos estaban ahí y sólo hacía falta colocar los elementos necesarios para posibilitar el juego.

Quiero recalcar esta idea de acción mínima que el colocar conlleva porque, a diferencia de otras formas de actuación u ordenación que pretenden controlar cada aspecto del espacio público, en este caso se trata de confiar en la capacidad de un gesto para alterar la realidad sin intervenirla, casi por ósmosis. En uno de los más famosos ejemplos de la historia, Martín Lutero al colocar sus 95 Tesis en la puerta de una iglesia en Wittenberg no estaba cambiando ni la plaza ni la iglesia, pero estaba despertando la conciencia ciudadana que lo haría posible.

Vemos entonces que la inclusión de un elemento en la ciudad suele tener detrás una clara intención. Cuando en 1744 el papa Benedicto XIV coloca una gran cruz en el centro del Coliseo y poco tiempo después lo declara consagrado a los mártires cristianos, es plenamente consciente del poder de este simple gesto para alterar el uso de aquel espacio. En unos pocos años, un edificio que iba camino del derrumbe o de los proyectos de reutilización más variopintos, se convierte en lugar de peregrinación y monumento nacional.

Las posibilidades que ofrece el simple hecho de colocar un objeto en un espacio público no han pasado entonces desapercibidas para artistas o arquitectos. En un ejemplo que nos es bastante cercano, Santiago Cirugeda proponía la satisfacción de unas necesidades desatendidas por la administración mediante la colocación de elementos de presencia tan cotidiana como son los contenedores, sólo que aprovechando toda una gama de posibilidades que hasta entonces habían permanecido latentes.

Siguiendo unas pautas similares, en 2009 el colectivo Zoohaus junto con la artista alemana Susanne Bosch colocaron en pleno corazón de La Latina, en Madrid, lo que ellos llamaron “hucha de los deseos”. Frente a un mobiliario urbano convencional, que es resolutivo y aclarador, la hucha sería un “mobiliario controversia”, al ser capaz de generar interacción social, participación pero también conflicto. Y es que a veces lo más interesante de entender una actuación urbana como un colocar, es que el objeto colocado es susceptible de ser puesto a prueba: como no se le supone carácter de permanencia, puede darse por fallido o demostrar su valía en sus segundas vidas, siendo reclamado en otros espacios donde aún pueda ser de utilidad.

CAZAR

Antonio Mora Ramos

Ilustración de El Principito. Antoine de Saint-Exupery.



















El ciudadano nace con una capacidad creativa capaz de transformar cualquier espacio y dotarlo de un hábito para el que no fue ideado. Son procesos inherentes a la condición humana los que nos llevan a prestar lugares y formas para satisfacer nuestro “artista” desbocado que no todo el mundo es capaz de reconocer y quizás siga para siempre velado.

Cuando la acción de cazar salta al campo del arte y reconocimiento de la operación realizada se produce el paso del ciudadano al artista, de la acción espontánea a la madurada donde toma protagonismo el proceso creativo más que el efecto final. ¿Puede el artista conservar la espontaneidad del ciudadano que crea desde el sueño del virtuoso que se aloja en sí mismo?

Como dice Alejandro de la Sota: “cuánto más claras son las ideas, más cuesta conseguir claramente su materialización”. El artista trabaja en la misma realidad que el ciudadano, pero a diferencia del segundo que crea desde la espontaneidad, su labor consiste en cazar con la finalidad de transformar o quizás desvelar una nueva dimensión en la que el ciudadano no es consciente de habitar.

La tarea del artista es como la del peón que conecta y apaga acciones, para llegar a la meta que se propone. Como si contara con una lista de ellas como la que elaborara Richard Serra para su propio uso entre 1967 y 1968 que activa estratos de la realidad que no son para todos visibles.

El verbo cazar no puede partir de la ausencia de las acciones previas de leer e identificar el espacio en el que habitamos. Son destrezas comunes a las figuras del artista y el ciudadano, destrezas adquiridas que conscientes o no de ellas nos ayudan a vivir en un contexto de intersecciones entre ambas posturas que recoge tantas acciones como representaciones puedan concretarse.

Recurriendo de nuevo a la lista de verbos de Serra, ésta puede ser un arma de doble filo. Esas propias herramientas de gestación de la obra se pueden volver en contra del artista y convertirse en el “cazador cazado”. Es un momento en la trayectoria del artista mucho más peligroso que el de la crisis de creatividad. Y es el momento en el que aparece en campo de batalla del cazador la mayor de sus armas mortales, vuelta en su contra. Hablo de la acción de reproducir la misma lectura de la realidad. El instante de la repetición es aquel en el que el artista se falsifica, preso de su propia trampa.

¿Cómo puede el artista entonces desprenderse de la repetición si ya ha encontrado el camino de su lectura de la realidad? ¿Es loable que el artista transforme su propia identidad para no caer en las ramas de la repetición? El ciudadano no cae en multiplicidades o lecturas repetidas del espacio que habita. No existe la duplicidad en su obra porque no es consciente de su invento. Pienso que el artista debe practicar el extrañamiento en su intento de recuperación de ese estamento anterior y así recuperar la frescura que posee el ciudadano.

Kant dijo hace más de dos siglos que “la mano es la ventana de la mente”. Es la mano la que caza, conecta y apaga acciones. Herramienta común a artista y ciudadano, que puede acariciar o abofetear el lugar. Pero ésta precisa del cultivo de la mirada para acertar en su acción. Hay un mirar del artista diferente al del ciudadano, sin embargo cultivar la mirada implica para ambos asumir como propios las acciones que se suceden en la realidad que comparten.  Aparece como un leer en común, como un desvelar lo que allí permanece oculto, consiste en señalar las conexiones y los desarrollos. En establecer las relaciones que unas cosas guardan con otras y entre sí, en cazar elementos aparentemente dispersos que ocupan nuestro tablero de juego.

En definitiva, el arte no es del artista, pertenece a la realidad, al igual que la acción del hombre común que pasa desapercibida. En ambos casos, atrae la atención del humano, simplemente porque es curioso o cazador en potencia, y al tocarle su sensibilidad artística oculta, cambia en parte su modo de ver o juzgar su entorno.

4.12.13

VIVAMENTE PARÍS

Juan José López de la Cruz

Robert Doisneau, La Seine, 1948



















En 1959, Julio Cortázar publica Las babas del diablo, uno de los cuentos recopilados en Las armas secretas, en él Roberto Michel, un fotógrafo que deambula por París observando el acontecer cotidiano, descubre un hecho anómalo que convierte el paisaje habitual en escenario de una historia extraordinaria. En aquellos años el escritor argentino vivía en la rue de Martel, en sus múltiples paseos por la capital francesa observa el espacio común como un lugar lleno de tesoros. “Cuando abra la puerta y me asome a la escalera sabré que allí abajo comienza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas: la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire”, escribiría al inicio de Historias de Cronocopios y de Famas. Cortázar dispone lo ordinario como centro de su pensamiento, una reflexión disconforme con la mirada adormilada del día a día, un reclamo contra la rutina camuflada de normalidad. Las distintas variaciones de Rayuela narrarán más adelante las múltiples ciudades que habitan en París; es un paseo donde nos dejamos llevar, un caminar distraído que traslada a la literatura la posibilidad errante del movimiento urbano. No aparecen en ella los grandes monumentos, ni las avenidas infinitas, tampoco los grandes hoteles y restaurantes. En todos estos relatos que Cortázar publicará esos años, París es un personaje más retratado a través de sus rasgos cotidianos; la gran ciudad se muestra a ras de tierra, palpada a través de los pasos del caminante por sus calles y plazas en las que los lugares otros están por todas partes, ajenos a la sofisticación eventual de la ciudad del espectáculo.

En esos mismos años en que se publica Las babas del diablo, también en París, Guy Debord y el resto de la Internacional Situacionista divulga la Guide Psychogeographique de Paris, un mapa turístico aparente de la ciudad en el que hay zonas borradas y manzanas que como archipiélagos permanecen unidas por mareas en forma de flechas. Flujos emocionales, a veces azarosos, que desvelan un relieve psicogeográfico formado por corrientes continuas, puntas y vórtices; una cartografía emocional e invisible contenida en la ciudad y desvelada a través del paseo errabundo. Este grupo que formaba originariamente la Internacional Letrista, contesta así a la vida urbana narcotizada por el rito automatizado de cada día que ha dejado de apreciar lo extraordinario de la vida común. Debord y los suyos deambulan durante toda una jornada, a veces varias, buscan una conclusión objetiva que establezca una metagrafía de los sentidos mediante la confrontación de las impresiones de cada uno de ellos. A veces estas derivas serán estáticas, permanecerán detenidos en un lugar de París dejando pasar la vida alrededor, continúan así la estela trazada años antes por Dadá en la iglesia de Saint-Julien le Pauvre, en el quinto arrondissement. Allí André Breton y un grupo de artistas fundan en 1921 el que pueda ser el primero de los ready-made urbanos. Será en un lugar banal, habitual. Sólo la propaganda desplegada por estos activistas altera el significado de este sitio. Ya no se trata de representar el espacio urbano como habían hecho los impresionistas, había que experimentarlo. Reclaman la exploración táctil, auditiva y visual de la ciudad, proclaman que en el presente común están todos los universos. Es lo sublime de lo cotidiano que se descubre con la acción de estar, con toda profundidad, con todos los sentidos. Antes habían paseado Baudelaire y el Flàneur, el ciudadano moderno, urbano y observador de la vida común surgido en París, a partir de entonces, la calle, el lugar de todos, nutre el catálogo de espacios habituales, “habitar es estar en casa en todas partes” reza el eslogan situacionista.

De nuevo la misma ciudad, aquel mismo año de 1959, François Truffaut estrena Los 400 golpes. En ella Antoine Doinel comienza un paseo por París que durará 20 años. Doinel, trasunto del propio Truffaut a lo largo de toda su carrera, es un niño en aquella película para acabar convertido en el ciudadano común que nos acompaña en otras tantas historias del realizador parisino. Un tipo normal, el vecino de al lado, que vive en la ciudad cotidiana y cercana donde acontecen la historias extraordinarias que suceden día a día. Sus películas, así tantas de las narradas por aquella Nouvelle Vague, reclaman salir de los estudios, volver a la calle, apartar los guiones plagados de deudas de la épica literaria para escuchar el pálpito de la ciudad habitual y común. Las cámaras de entonces ya lo permiten, al hombro, a la altura de los ojos, allí suceden las grandes historias, en los portales y las aceras, en los pasos de cebra, en las trastiendas del comercio de barrio, en el patio de vecinos y en el escaparate de cada mañana. Entre Godard, Rohmer, Breson, Chabrol y, por supuesto, Melville, París es diseccionada a través de miradas extraordinarias sobre lo ordinario. La que para muchos es la última película de este grupo, acaso su único film-manifiesto, vino a llamarse París visto por, seis cortometrajes que reparten la ciudad en tantos relatos coincidentes cada uno con una zona elegida por los realizadores. En aquel que hiciera Jean Douchet se encuentra la plaza de Saint Sulpice.

En otra escena de aquella misma plaza, unos niños de pantalón corto convierten el espacio público en una aventura; hacen del mobiliario urbano picos a escalar y de las fuentes océanos donde navegan, al fondo un barrendero con la mirada fija a la altura de los tobillos rastrea la ciudad durante las largas jornadas. Así lo retrata Robert Doisneau, esta fotografía mil veces repetida de diferentes maneras por el fotógrafo de Gentilly, forma parte de un único retrato mantenido en el tiempo, el que llevaría a cabo de la ciudad de París durante las décadas de la posguerra y posteriores. Imágenes del día a día en el que la vida de los parisinos reescribe cada calle, cada plaza y cada jardín; la ciudad es igual y distinta todos los días, basta fijarse con atención, sólo hay que tomar nota. En esa plaza de Saint Sulpice se apostará durante tres días seguidos Georges Perec: viernes 18 de octubre, sábado 19 y domingo 20, es 1974. Allí, como quien escenifica una deriva estática, escribirá Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, en este relato registrará cada cosa que normalmente no se percibe, aquello de lo que no nos damos cuenta por habitual, “lo que carece de importancia”, díría, “lo que ocurre cuando no ocurre nada, sólo el paso del tiempo, de la gente, de los coches y de las nubes”. Esta plaza y el relato de Perec se confunden en un único espacio común donde evocar lo diario. Años después, Roberto Bolaño escribiría a Enrique Vila-Matas, desde el mismo lugar recordaría aquel otro texto del escritor parisino, Lo infraordinario, volver sobre sus líneas es como recorrer de nuevo la plaza de Saint Sulpice. Leer a Perec es detenerse en lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, escribe Bolaño con palabras del francés. Dirá Bolaño que la materia de Lo infraordianario son los cimientos que sustentan la literatura (añado que también a la arquitectura), la observación apasionada y asombrada de lo usual, el cuestionamiento de lo que parece incuestionable, se trata de ver la realidad con ojos de recién llegado que pinta una y mil veces el mismo cuadro.

En aquel comienzo de la década de los sesenta en el que debieron cruzarse los paseos de Cortázar y Debord, Giedion, Gropius, también Le Corbusier, escriben una carta con destino a París. Allí se reúnen Van Eyck, Alison y Peter Smithson, Baakema, Josic, Woods y Candilis para responder a este correo que trasladaba el descontento de la vieja guardia del CIAM por el modo en el que los congresos de arquitectura moderna habían llegado a su fin tras la reunión de 1959 en Otterlo. Aquello había sido la consecuencia última del distanciamiento producido desde el manifiesto de Doorm elaborado por el Team X. En él Alison Smithson diría “los principios de formación de una ciudad pueden deducirse de una ecología de la situación, del estudio de aspectos humanos, naturales, construidos y de su acción mutua”. Ya no se establece el estudio de la ciudad a partir de las cuatro grandes funciones y los flujos que las comunican sino de la acción común humana y natural que transcurre en cada situación urbana. La carta de respuesta será educada y cordial, reconoce el esfuerzo de los CIAM y sus organizadores, también es firme en anunciar desde París que la ciudad debe ser estudiada ya de otra manera. El escenario urbano pasa a construirse también con los lugares que están en medio, en los tránsitos, en ninguna parte concreta y sin ningún uso específico; son los  encharcamientos enunciados más adelante por Peter Smithson en una feliz charla en Sevilla como los espacios indeterminados de la ciudad que pueden llenarse de vida en cualquier momento, que garantizan la calidad de una territorio de límites difusos donde no todas las funciones están predeterminadas y en la que el transitar cotidiano descubre lugares donde expandirse con libertad.


Uno de los más célebres encharcamientos que Alison y Peter Smithson imaginaron no se encuentra esta vez en París sino en Londres, es aquel lugar ambiguo situado entre las edificaciones que configuran la sede del diario The Economist, donde la calle se expande y se enreda conciliando la trama organizada de la ciudad con el devenir casual de sus habitantes. En este lugar el director italiano Michelangelo Antonioni dispondrá en 1966 el comienzo de su película Blow Up. La escena es una metáfora de lo imprevisible de la vida y su encuentro con la ciudad: el circo llega a Londres, todo tipo de personajes disfrazados y pintados se derraman por las calles ocupando cada recoveco con gestos, acciones y palabras ajenos al tránsito habitual de los peatones. Una ciudad con encharcamientos es capaz de absorber el evento extraordinario que despereza el devenir cotidiano. La plaza de The Economist se convierte por unos instantes en la pista central, en la calle se encuentran lo rutinario y lo anómalo porque la ciudad se reinventa cada día rescrita por la vida de los ciudadanos; será entonces que en el espacio común acontece lo ordinario y lo extraordinario a la vez como reclamaban Debord, Baudelaire, Truffaut, Perec y el Team X. También Julio Cortázar compartía la necesidad de ver “lo maravilloso cotidiano”, para ello, proponía, basta con enfocar debidamente la mirada, como hacía Roberto Michel, aquel fotógrafo que deambulaba errante por París protagonizando Las babas del diablo, el mismo que Antonioni cambiaría de nombre y de ciudad para adaptar libremente el relato de Cortázar y hacerlo comenzar cuando el circo llega a la ciudad.

ESPEJO PÚBLICO

Paco Marqués

Un bar aux Folies Bergère (1882) de Édouard Manet



















Cuenta Dan Graham que a la temprana edad de 14 años leyó por primera vez El Ser y la Nada de Jean-Paul Sartre. Este es un dato que repite con frecuencia en las entrevistas que realiza, lo que indica tanto el deseo por dejar clara su precocidad intelectual, como por evidenciar el origen de uno de los temas más recurrentes en su obra: mostrarnos a nosotros mismos en relación a los demás, mostrarnos siendo observados mientras observamos. Será a partir de la instalación realizada para la Bienal de Venecia de 1976, Public Space / Double Audience (obra seminal pero demasiado simple en opinión del propio artista), cuando decidirá hacer partícipe al paisaje, convirtiéndolo en agente activo en este juego dialéctico de construcción de la identidad individual y colectiva.

Si de un modo equivalente interpretamos el Espacio Público como mediador entre el ego y la sociedad, podríamos concluir diciendo que el papel de la arquitectura consiste en simular un juego de reflejos. Esta cuestión es la que pretende hilvanar los distintos pensamientos convocados en este texto, una pequeña colección de reflexiones sobre la capacidad de algunas imágenes para devolvernos la mirada.

¿QUÉ VEO CUANDO MIRO ALGO?

Las imágenes que proyecta la arquitectura, las situaciones que posibilita, tienen la capacidad de provocar reacciones emocionales basadas no sólo en la experiencia física sino también en las asociaciones que cada uno construimos, tanto desde nuestra memoria personal como colectiva. Frente a arquitecturas autorreferenciales que alentadas por políticas de consumo reclaman su presencia en el mercado desde cierta (equivocada) idea de novedad, prefiero aquellas capaces de formar parte de un entramado cultural más amplio, de mantener un diálogo vivo con lo común, lo compartido. Arquitecturas sin tiempo, en las que pasado, presente y futuro son sólo aspectos parciales de una realidad única e indivisible.

Para poder aproximarnos a estas cuestiones de un modo honesto (y productivo) es necesario esforzarse por reducir distancias con la experiencia de lo vivido, de lo real. Tal y como apunta Perec es fundamental cuestionar nuestros ritmos, nuestras costumbres, interrogar aquello que creíamos saber hasta el punto de haberse vuelto invisible. Me estoy refiriendo a lo común, a lo cotidiano, como sustrato sobre el que pensar lo público desde la arquitectura.

RELACIONES AFECTIVAS

El diseñador británico Jasper Morrison se encontró, en el escaparate de una tienda de segunda mano de Londres, con unas bonitas copas de vidrio soplado a mano que acabaron formando parte de su colección. Poco a poco, a través del uso diario, empezaron a convertirse en algo más que objetos agradables a la vista, y comenzó a sentir su presencia de otro modo. Beber vino en una de estas copas resultaba más placentero que hacerlo en cualquier otra. Su sola presencia sobre la mesa del comedor, incluso estando vacías, parecía impregnar toda la estancia. Este tipo de experiencias, extraordinariamente comunes (todos acumulamos recuerdos de relaciones similares con todo tipo de objetos y lugares), le llevaron a hacerse la siguiente pregunta: ¿cómo era posible que muchos diseños fallasen en el intento de atrapar esta cualidad y unas copas ordinarias, no “diseñadas”, lo consiguiesen? A partir de este momento comenzó a medir su trabajo en relación a objetos como estos, sin importarle si el resultado era más o menos llamativo, más o menos atractivo desde criterios meramente estéticos. De hecho, la búsqueda de cierta invisibilidad comenzó a convertirse en un requerimiento, dejando de ser una meta a alcanzar el dotar a dichos objetos de adjetivos como “especial”, “singular” y “novedoso”. Se trataba de evitar añadir más ruido sobre nuestro entorno, de posibilitar experiencias más satisfactorias en nuestro encuentro con las cosas. “Supernormal” es la palabra clave con la que denomina la filosofía sobre la que basa desde entonces su trabajo.

Podríamos rastrear en mil direcciones búsquedas paralelas unidas por el deseo de resolver ese oxímoron imposible que plantea Morrison. Una de ellas, traducida a la especificidad de la Arquitectura, la encontramos en el texto En busca de la arquitectura perdida, escrito por Peter Zumthor:

“Cuando me pongo a proyectar me encuentro siempre, una y otra vez, sumido en viejos y casi olvidados recuerdos, e intento preguntarme: qué exactitud tenía, en realidad, la creación de aquella situación arquitectónica; qué significó entonces para mí, y en qué podría servirme de ayuda tornar a evocar aquella rica atmósfera que parece estar saturada de la presencia más obvia de las cosas, donde todo tiene su lugar y su forma justa. En este proceso no deberíamos destacar, en absoluto, ninguna forma especial, pero sí dejar sentir ese asomo de plenitud, y también de riqueza que le hace a uno pensar: eso ya lo he visto alguna vez, y, al mismo tiempo, sé muy bien que todo es nuevo y distinto, y que ninguna cita directa de una arquitectura antigua revela el secreto de ese estado de ánimo preñado de recuerdos”.

EL PELIGRO DE LA DISTANCIA

Asplund comentó en un texto de 1916 titulado “Peligros arquitectónicos actuales para Estocolmo: Los edificios de apartamentos” lo siguiente:

“La mayoría de los edificios de apartamentos modernos parece querer hacerse notar en la imagen de las calles. A lo mejor esto depende, en ocasiones, de la vanidad y deseo de publicidad del promotor. Pero con la misma frecuencia ocurre que el arquitecto, cuando ha recibido el encargo del proyecto, ha pensado: “Aquí vamos a hacer algo divertido”. Ha conseguido el plano de situación y se ha ido a su casa, ha abierto un libro, y ha empezado a hacer croquis y dibujar sin tener en cuenta la realidad. Por eso muchos edificios de apartamentos modernos parecen ser meras ampliaciones de las ilustraciones del estilo arquitectónico de moda en aquel momento”.

Por desgracia esta situación descrita por Asplund resulta molestamente familiar. Nuestro objetivo debería ser luchar contra ella, esforzándonos día a día por reducir la distancia que va de lo real, lo vivido, a la mesa de trabajo. Tal vez un camino (si soy sincero, creo que el único posible) sea centrar nuestra atención en las cosas, en lo concreto, tal y como aprendimos de William Carlos Williams, de Calvino y de tantos otros.

PROFESIÓN POÉTICA

En el prólogo a su Poesía Completa, Jorge Luís Borges aplica a las letras el argumento que el filósofo irlandés George Berkeley aplicó a la realidad. El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (dice Borges) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura. Resulta fácil trasladar este pensamiento al campo de la arquitectura, concluyendo que esta no es el edificio construido, sino las relaciones que establecemos con él, a través de él. Mies van der Rohe dijo en una ocasión: “la arquitectura es en un 90% construcción y del 10% restante no quiero hablar”. Ese 10% representa la reclamación de una necesaria dimensión poética, un alegato en favor de una arquitectura sin retórica.

FAMILIARIDAD Y EXTRAÑEZA

En su popular Canon Occidental, Bloom viene a identificar la extrañeza como la cualidad distintiva de la obra canónica (según su propia acepción del término), describiéndola como una forma de originalidad que, o bien no puede ser asimilada, o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña (Dante vs. Shakespeare) Como resultado, cuando uno se enfrenta a una obra canónica por primera vez, experimenta la misteriosa sensación de sentirse extraño en su propia casa.

Creo que la persistencia de dicha extrañeza, la resistencia a ser acorralada por la convención, es una característica inherente a toda gran obra (proporcional a su intensidad poética), lo que explica que sigamos leyendo con interés estudios sobre la obra de Mies, de Sullivan o de Fehn.

A modo de corolario propongo un paseo por la Vicenza de Palladio, por el Federal Center de Chicago, por la sede del diario Economist en Londres, por el cementerio de Estocolmo. Pasar una tarde de abril en Central Park, acompañado de amigos.