4.12.13

VIVAMENTE PARÍS

Juan José López de la Cruz

Robert Doisneau, La Seine, 1948



















En 1959, Julio Cortázar publica Las babas del diablo, uno de los cuentos recopilados en Las armas secretas, en él Roberto Michel, un fotógrafo que deambula por París observando el acontecer cotidiano, descubre un hecho anómalo que convierte el paisaje habitual en escenario de una historia extraordinaria. En aquellos años el escritor argentino vivía en la rue de Martel, en sus múltiples paseos por la capital francesa observa el espacio común como un lugar lleno de tesoros. “Cuando abra la puerta y me asome a la escalera sabré que allí abajo comienza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas: la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire”, escribiría al inicio de Historias de Cronocopios y de Famas. Cortázar dispone lo ordinario como centro de su pensamiento, una reflexión disconforme con la mirada adormilada del día a día, un reclamo contra la rutina camuflada de normalidad. Las distintas variaciones de Rayuela narrarán más adelante las múltiples ciudades que habitan en París; es un paseo donde nos dejamos llevar, un caminar distraído que traslada a la literatura la posibilidad errante del movimiento urbano. No aparecen en ella los grandes monumentos, ni las avenidas infinitas, tampoco los grandes hoteles y restaurantes. En todos estos relatos que Cortázar publicará esos años, París es un personaje más retratado a través de sus rasgos cotidianos; la gran ciudad se muestra a ras de tierra, palpada a través de los pasos del caminante por sus calles y plazas en las que los lugares otros están por todas partes, ajenos a la sofisticación eventual de la ciudad del espectáculo.

En esos mismos años en que se publica Las babas del diablo, también en París, Guy Debord y el resto de la Internacional Situacionista divulga la Guide Psychogeographique de Paris, un mapa turístico aparente de la ciudad en el que hay zonas borradas y manzanas que como archipiélagos permanecen unidas por mareas en forma de flechas. Flujos emocionales, a veces azarosos, que desvelan un relieve psicogeográfico formado por corrientes continuas, puntas y vórtices; una cartografía emocional e invisible contenida en la ciudad y desvelada a través del paseo errabundo. Este grupo que formaba originariamente la Internacional Letrista, contesta así a la vida urbana narcotizada por el rito automatizado de cada día que ha dejado de apreciar lo extraordinario de la vida común. Debord y los suyos deambulan durante toda una jornada, a veces varias, buscan una conclusión objetiva que establezca una metagrafía de los sentidos mediante la confrontación de las impresiones de cada uno de ellos. A veces estas derivas serán estáticas, permanecerán detenidos en un lugar de París dejando pasar la vida alrededor, continúan así la estela trazada años antes por Dadá en la iglesia de Saint-Julien le Pauvre, en el quinto arrondissement. Allí André Breton y un grupo de artistas fundan en 1921 el que pueda ser el primero de los ready-made urbanos. Será en un lugar banal, habitual. Sólo la propaganda desplegada por estos activistas altera el significado de este sitio. Ya no se trata de representar el espacio urbano como habían hecho los impresionistas, había que experimentarlo. Reclaman la exploración táctil, auditiva y visual de la ciudad, proclaman que en el presente común están todos los universos. Es lo sublime de lo cotidiano que se descubre con la acción de estar, con toda profundidad, con todos los sentidos. Antes habían paseado Baudelaire y el Flàneur, el ciudadano moderno, urbano y observador de la vida común surgido en París, a partir de entonces, la calle, el lugar de todos, nutre el catálogo de espacios habituales, “habitar es estar en casa en todas partes” reza el eslogan situacionista.

De nuevo la misma ciudad, aquel mismo año de 1959, François Truffaut estrena Los 400 golpes. En ella Antoine Doinel comienza un paseo por París que durará 20 años. Doinel, trasunto del propio Truffaut a lo largo de toda su carrera, es un niño en aquella película para acabar convertido en el ciudadano común que nos acompaña en otras tantas historias del realizador parisino. Un tipo normal, el vecino de al lado, que vive en la ciudad cotidiana y cercana donde acontecen la historias extraordinarias que suceden día a día. Sus películas, así tantas de las narradas por aquella Nouvelle Vague, reclaman salir de los estudios, volver a la calle, apartar los guiones plagados de deudas de la épica literaria para escuchar el pálpito de la ciudad habitual y común. Las cámaras de entonces ya lo permiten, al hombro, a la altura de los ojos, allí suceden las grandes historias, en los portales y las aceras, en los pasos de cebra, en las trastiendas del comercio de barrio, en el patio de vecinos y en el escaparate de cada mañana. Entre Godard, Rohmer, Breson, Chabrol y, por supuesto, Melville, París es diseccionada a través de miradas extraordinarias sobre lo ordinario. La que para muchos es la última película de este grupo, acaso su único film-manifiesto, vino a llamarse París visto por, seis cortometrajes que reparten la ciudad en tantos relatos coincidentes cada uno con una zona elegida por los realizadores. En aquel que hiciera Jean Douchet se encuentra la plaza de Saint Sulpice.

En otra escena de aquella misma plaza, unos niños de pantalón corto convierten el espacio público en una aventura; hacen del mobiliario urbano picos a escalar y de las fuentes océanos donde navegan, al fondo un barrendero con la mirada fija a la altura de los tobillos rastrea la ciudad durante las largas jornadas. Así lo retrata Robert Doisneau, esta fotografía mil veces repetida de diferentes maneras por el fotógrafo de Gentilly, forma parte de un único retrato mantenido en el tiempo, el que llevaría a cabo de la ciudad de París durante las décadas de la posguerra y posteriores. Imágenes del día a día en el que la vida de los parisinos reescribe cada calle, cada plaza y cada jardín; la ciudad es igual y distinta todos los días, basta fijarse con atención, sólo hay que tomar nota. En esa plaza de Saint Sulpice se apostará durante tres días seguidos Georges Perec: viernes 18 de octubre, sábado 19 y domingo 20, es 1974. Allí, como quien escenifica una deriva estática, escribirá Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, en este relato registrará cada cosa que normalmente no se percibe, aquello de lo que no nos damos cuenta por habitual, “lo que carece de importancia”, díría, “lo que ocurre cuando no ocurre nada, sólo el paso del tiempo, de la gente, de los coches y de las nubes”. Esta plaza y el relato de Perec se confunden en un único espacio común donde evocar lo diario. Años después, Roberto Bolaño escribiría a Enrique Vila-Matas, desde el mismo lugar recordaría aquel otro texto del escritor parisino, Lo infraordinario, volver sobre sus líneas es como recorrer de nuevo la plaza de Saint Sulpice. Leer a Perec es detenerse en lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, escribe Bolaño con palabras del francés. Dirá Bolaño que la materia de Lo infraordianario son los cimientos que sustentan la literatura (añado que también a la arquitectura), la observación apasionada y asombrada de lo usual, el cuestionamiento de lo que parece incuestionable, se trata de ver la realidad con ojos de recién llegado que pinta una y mil veces el mismo cuadro.

En aquel comienzo de la década de los sesenta en el que debieron cruzarse los paseos de Cortázar y Debord, Giedion, Gropius, también Le Corbusier, escriben una carta con destino a París. Allí se reúnen Van Eyck, Alison y Peter Smithson, Baakema, Josic, Woods y Candilis para responder a este correo que trasladaba el descontento de la vieja guardia del CIAM por el modo en el que los congresos de arquitectura moderna habían llegado a su fin tras la reunión de 1959 en Otterlo. Aquello había sido la consecuencia última del distanciamiento producido desde el manifiesto de Doorm elaborado por el Team X. En él Alison Smithson diría “los principios de formación de una ciudad pueden deducirse de una ecología de la situación, del estudio de aspectos humanos, naturales, construidos y de su acción mutua”. Ya no se establece el estudio de la ciudad a partir de las cuatro grandes funciones y los flujos que las comunican sino de la acción común humana y natural que transcurre en cada situación urbana. La carta de respuesta será educada y cordial, reconoce el esfuerzo de los CIAM y sus organizadores, también es firme en anunciar desde París que la ciudad debe ser estudiada ya de otra manera. El escenario urbano pasa a construirse también con los lugares que están en medio, en los tránsitos, en ninguna parte concreta y sin ningún uso específico; son los  encharcamientos enunciados más adelante por Peter Smithson en una feliz charla en Sevilla como los espacios indeterminados de la ciudad que pueden llenarse de vida en cualquier momento, que garantizan la calidad de una territorio de límites difusos donde no todas las funciones están predeterminadas y en la que el transitar cotidiano descubre lugares donde expandirse con libertad.


Uno de los más célebres encharcamientos que Alison y Peter Smithson imaginaron no se encuentra esta vez en París sino en Londres, es aquel lugar ambiguo situado entre las edificaciones que configuran la sede del diario The Economist, donde la calle se expande y se enreda conciliando la trama organizada de la ciudad con el devenir casual de sus habitantes. En este lugar el director italiano Michelangelo Antonioni dispondrá en 1966 el comienzo de su película Blow Up. La escena es una metáfora de lo imprevisible de la vida y su encuentro con la ciudad: el circo llega a Londres, todo tipo de personajes disfrazados y pintados se derraman por las calles ocupando cada recoveco con gestos, acciones y palabras ajenos al tránsito habitual de los peatones. Una ciudad con encharcamientos es capaz de absorber el evento extraordinario que despereza el devenir cotidiano. La plaza de The Economist se convierte por unos instantes en la pista central, en la calle se encuentran lo rutinario y lo anómalo porque la ciudad se reinventa cada día rescrita por la vida de los ciudadanos; será entonces que en el espacio común acontece lo ordinario y lo extraordinario a la vez como reclamaban Debord, Baudelaire, Truffaut, Perec y el Team X. También Julio Cortázar compartía la necesidad de ver “lo maravilloso cotidiano”, para ello, proponía, basta con enfocar debidamente la mirada, como hacía Roberto Michel, aquel fotógrafo que deambulaba errante por París protagonizando Las babas del diablo, el mismo que Antonioni cambiaría de nombre y de ciudad para adaptar libremente el relato de Cortázar y hacerlo comenzar cuando el circo llega a la ciudad.

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