Juan José López de la Cruz
Robert Doisneau, La Seine, 1948 |
En 1959, Julio Cortázar publica Las babas del diablo, uno de los cuentos recopilados en Las armas secretas, en él Roberto Michel, un fotógrafo que deambula por París observando el acontecer cotidiano, descubre un hecho anómalo que convierte el paisaje habitual en escenario de una historia extraordinaria. En aquellos años el escritor argentino vivía en la rue de Martel, en sus múltiples paseos por la capital francesa observa el espacio común como un lugar lleno de tesoros. “Cuando abra la puerta y me asome a la escalera sabré que allí abajo comienza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas: la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire”, escribiría al inicio de Historias de Cronocopios y de Famas. Cortázar dispone lo ordinario como centro de su pensamiento, una reflexión disconforme con la mirada adormilada del día a día, un reclamo contra la rutina camuflada de normalidad. Las distintas variaciones de Rayuela narrarán más adelante las múltiples ciudades que habitan en París; es un paseo donde nos dejamos llevar, un caminar distraído que traslada a la literatura la posibilidad errante del movimiento urbano. No aparecen en ella los grandes monumentos, ni las avenidas infinitas, tampoco los grandes hoteles y restaurantes. En todos estos relatos que Cortázar publicará esos años, París es un personaje más retratado a través de sus rasgos cotidianos; la gran ciudad se muestra a ras de tierra, palpada a través de los pasos del caminante por sus calles y plazas en las que los lugares otros están por todas partes, ajenos a la sofisticación eventual de la ciudad del espectáculo.
En
esos mismos años en que se publica Las
babas del diablo, también en París, Guy Debord y el resto de la
Internacional Situacionista divulga la Guide
Psychogeographique de Paris, un mapa turístico aparente de la ciudad en el
que hay zonas borradas y manzanas que como archipiélagos permanecen unidas por
mareas en forma de flechas. Flujos emocionales, a veces azarosos, que desvelan
un relieve psicogeográfico formado
por corrientes continuas, puntas y vórtices; una cartografía emocional e
invisible contenida en la ciudad y desvelada a través del paseo errabundo. Este
grupo que formaba originariamente la Internacional Letrista, contesta así a la
vida urbana narcotizada por el rito automatizado de cada día que ha dejado de
apreciar lo extraordinario de la vida común. Debord y los suyos deambulan
durante toda una jornada, a veces varias, buscan una conclusión objetiva que
establezca una metagrafía de los
sentidos mediante la confrontación de las impresiones de cada uno de ellos. A
veces estas derivas serán estáticas,
permanecerán detenidos en un lugar de París dejando pasar la vida alrededor,
continúan así la estela trazada años antes por Dadá en la iglesia de
Saint-Julien le Pauvre, en el quinto arrondissement. Allí André Breton y un grupo de artistas fundan en
1921 el que pueda ser el primero de los ready-made
urbanos. Será en un lugar banal, habitual. Sólo la propaganda desplegada por
estos activistas altera el significado de este sitio. Ya no se trata de
representar el espacio urbano como habían hecho los impresionistas, había que
experimentarlo. Reclaman la exploración táctil, auditiva y visual de la ciudad,
proclaman que en el presente común están todos los universos. Es lo sublime de lo cotidiano que se
descubre con la acción de estar, con
toda profundidad, con todos los sentidos. Antes habían paseado Baudelaire y el Flàneur, el ciudadano moderno, urbano y
observador de la vida común surgido en París, a partir de entonces, la calle,
el lugar de todos, nutre el catálogo de espacios habituales, “habitar es estar
en casa en todas partes” reza el eslogan situacionista.
De nuevo la misma ciudad, aquel mismo año de 1959, François
Truffaut estrena Los 400 golpes. En
ella Antoine Doinel comienza un paseo por París que durará 20 años. Doinel,
trasunto del propio Truffaut a lo largo de toda su carrera, es un niño en
aquella película para acabar convertido en el ciudadano común que nos acompaña
en otras tantas historias del realizador parisino. Un tipo normal, el vecino de
al lado, que vive en la ciudad cotidiana y cercana donde acontecen la historias
extraordinarias que suceden día a día. Sus películas, así tantas de las
narradas por aquella Nouvelle Vague,
reclaman salir de los estudios, volver a la calle, apartar los guiones plagados
de deudas de la épica literaria para escuchar el pálpito de la ciudad habitual
y común. Las cámaras de entonces ya lo permiten, al hombro, a la altura de los
ojos, allí suceden las grandes historias, en los portales y las aceras, en los
pasos de cebra, en las trastiendas del comercio de barrio, en el patio de
vecinos y en el escaparate de cada mañana. Entre Godard, Rohmer, Breson,
Chabrol y, por supuesto, Melville, París es diseccionada a través de miradas
extraordinarias sobre lo ordinario. La que para muchos es la última película de
este grupo, acaso su único film-manifiesto, vino a llamarse París visto por, seis cortometrajes que
reparten la ciudad en tantos relatos coincidentes cada uno con una zona elegida
por los realizadores. En aquel que hiciera Jean Douchet se encuentra la plaza
de Saint Sulpice.
En
otra escena de aquella misma plaza, unos niños de pantalón corto convierten el
espacio público en una aventura; hacen del mobiliario urbano picos a escalar y
de las fuentes océanos donde navegan, al fondo un barrendero con la mirada fija
a la altura de los tobillos rastrea la ciudad durante las largas jornadas. Así
lo retrata Robert Doisneau, esta fotografía mil veces repetida de diferentes
maneras por el fotógrafo de Gentilly, forma parte de un único retrato mantenido
en el tiempo, el que llevaría a cabo de la ciudad de París durante las décadas
de la posguerra y posteriores. Imágenes del día a día en el que la vida de los
parisinos reescribe cada calle, cada plaza y cada jardín; la ciudad es igual y
distinta todos los días, basta fijarse con atención, sólo hay que tomar nota.
En esa plaza de Saint Sulpice se apostará durante tres días seguidos Georges
Perec: viernes 18 de octubre, sábado 19 y domingo 20, es 1974. Allí, como quien
escenifica una deriva estática, escribirá
Tentativa de agotamiento de un lugar
parisino, en este relato registrará cada cosa que normalmente no se
percibe, aquello de lo que no nos damos cuenta por habitual, “lo que carece de
importancia”, díría, “lo que ocurre cuando no ocurre nada, sólo el paso del
tiempo, de la gente, de los coches y de las nubes”. Esta plaza y el relato de
Perec se confunden en un único espacio común donde evocar lo diario. Años
después, Roberto Bolaño escribiría a Enrique Vila-Matas, desde el mismo lugar
recordaría aquel otro texto del escritor parisino, Lo infraordinario, volver sobre sus líneas es como recorrer de
nuevo la plaza de Saint Sulpice. Leer a Perec es detenerse en lo que ocurre
cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo
ordinario, lo
infraordinario, el
ruido de fondo, lo habitual, escribe Bolaño con palabras del francés. Dirá
Bolaño que la materia de Lo infraordianario son los cimientos que sustentan la
literatura (añado que también a la arquitectura), la observación apasionada y
asombrada de lo usual, el cuestionamiento de lo que parece incuestionable, se
trata de ver la realidad con ojos de recién llegado que pinta una y mil veces
el mismo cuadro.
En
aquel comienzo de la década de los sesenta en el que debieron cruzarse los
paseos de Cortázar y Debord, Giedion, Gropius, también Le Corbusier, escriben
una carta con destino a París. Allí se reúnen Van Eyck, Alison y Peter
Smithson, Baakema, Josic, Woods y Candilis para responder a este correo que
trasladaba el descontento de la vieja guardia del CIAM por el modo en el que los
congresos de arquitectura moderna habían llegado a su fin tras la reunión de
1959 en Otterlo. Aquello había sido la consecuencia última del distanciamiento
producido desde el manifiesto de Doorm elaborado por el Team X. En él Alison
Smithson diría “los principios de formación de una ciudad pueden deducirse de
una ecología de la situación, del estudio de aspectos humanos, naturales,
construidos y de su acción mutua”. Ya no se establece el estudio de la ciudad a
partir de las cuatro grandes funciones y los flujos que las comunican sino de
la acción común humana y natural que transcurre en cada situación urbana. La
carta de respuesta será educada y cordial, reconoce el esfuerzo de los CIAM y
sus organizadores, también es firme en anunciar desde París que la ciudad debe
ser estudiada ya de otra manera. El escenario urbano pasa a construirse también
con los lugares que están en medio, en los tránsitos, en ninguna parte concreta
y sin ningún uso específico; son los encharcamientos enunciados más adelante
por Peter Smithson en una feliz charla en Sevilla como los espacios
indeterminados de la ciudad que pueden llenarse de vida en cualquier momento, que
garantizan la calidad de una territorio de límites difusos donde no todas las
funciones están predeterminadas y en la que el transitar cotidiano descubre lugares
donde expandirse con libertad.
Uno de
los más célebres encharcamientos que
Alison y Peter Smithson imaginaron no se encuentra esta vez en París sino en
Londres, es aquel lugar ambiguo situado entre las edificaciones que configuran la
sede del diario The Economist, donde la calle se expande y se enreda
conciliando la trama organizada de la ciudad con el devenir casual de sus
habitantes. En este lugar el director italiano Michelangelo Antonioni dispondrá
en 1966 el comienzo de su película Blow
Up. La escena es una metáfora de lo imprevisible de la vida y su encuentro
con la ciudad: el circo llega a Londres, todo tipo de personajes disfrazados y
pintados se derraman por las calles ocupando cada recoveco con gestos, acciones
y palabras ajenos al tránsito habitual de los peatones. Una ciudad con encharcamientos es capaz de absorber el
evento extraordinario que despereza el devenir cotidiano. La plaza de The
Economist se convierte por unos instantes en la pista central, en la calle se
encuentran lo rutinario y lo anómalo porque la ciudad se reinventa cada día
rescrita por la vida de los ciudadanos; será entonces que en el espacio común
acontece lo ordinario y lo extraordinario a la vez como reclamaban Debord,
Baudelaire, Truffaut, Perec y el Team X. También Julio Cortázar compartía la
necesidad de ver “lo maravilloso cotidiano”, para ello, proponía, basta con
enfocar debidamente la mirada, como hacía Roberto Michel, aquel fotógrafo que
deambulaba errante por París protagonizando Las
babas del diablo, el mismo que Antonioni
cambiaría de nombre y de ciudad para adaptar libremente el relato de Cortázar y
hacerlo comenzar cuando el circo llega a la ciudad.
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