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Lutero colocando las 95 Tesis, de la serie Vida de Lutero. Adolf von Menzel, 1831. |
La palabra colocar viene en última instancia del latín locus, un término que ha sido empleado
en estudios sobre lo urbano para significar lo que el lugar tiene de propio y distintivo. Colocarse es, por tanto,
insertarse en una realidad previa que cuenta con sus propias reglas de juego. De
entre las acciones en la ciudad, es además una de las que nos resulta más
connatural: colocar la mercancía, colocarse uno mismo, viendo y dándose a ver,
entrando en un juego de relaciones con el espacio público que nos rodea. Una
acción tanto más propia de climas cálidos como el nuestro, en que se convierte
incluso en una necesidad. Es como si sintiéramos la compulsión de ocupar el
espacio que nos es más cercano, de colocarnos en él y llevarlo a una escala más
menuda, como si una suerte de horror
vacui recorriera nuestras ciudades y nos obligara a llenarlas de bártulos,
efigies, altarcillos y tenderetes.
Lo más valioso, a mi juicio, de este tipo de procesos es el momento en el
que empiezan a complejizarse, cuando lo colocado interacciona con el lugar
despertando nuevos usos y posibilidades que necesitaban sólo de una chispa para
arrancar. No es tan importante entonces el propio objeto colocado sino más bien
lo que éste pone de manifiesto o genera a su alrededor. Algo parecido debió tener
en mente Aldo van Eyck cuando condujo su programa de parques infantiles en Ámsterdam tras la Segunda Guerra Mundial: los niños estaban ahí, los vacíos estaban ahí y
sólo hacía falta colocar los elementos necesarios para posibilitar el juego.
Quiero recalcar esta idea de acción mínima que el colocar conlleva
porque, a diferencia de otras formas de actuación u ordenación que pretenden
controlar cada aspecto del espacio público, en este caso se trata de confiar en
la capacidad de un gesto para alterar la realidad sin intervenirla, casi por
ósmosis. En uno de los más famosos ejemplos de la historia, Martín Lutero al
colocar sus 95 Tesis en la puerta de una iglesia en Wittenberg no estaba
cambiando ni la plaza ni la iglesia, pero estaba despertando la conciencia
ciudadana que lo haría posible.
Vemos entonces que la inclusión de un elemento en la ciudad suele tener
detrás una clara intención. Cuando en 1744 el papa Benedicto XIV coloca una
gran cruz en el centro del Coliseo y poco tiempo después lo declara consagrado
a los mártires cristianos, es plenamente consciente del poder de este simple
gesto para alterar el uso de aquel espacio. En unos pocos años, un edificio que
iba camino del derrumbe o de los proyectos de reutilización más variopintos, se
convierte en lugar de peregrinación y monumento nacional.
Las posibilidades que ofrece el simple hecho de colocar un objeto en un
espacio público no han pasado entonces desapercibidas para artistas o
arquitectos. En un ejemplo que nos es bastante cercano, Santiago Cirugeda
proponía la satisfacción de unas necesidades desatendidas por la administración
mediante la colocación de elementos de presencia tan cotidiana como son los
contenedores, sólo que aprovechando toda una gama de posibilidades que hasta
entonces habían permanecido latentes.
Siguiendo unas pautas similares, en 2009 el colectivo Zoohaus junto con
la artista alemana Susanne Bosch colocaron en pleno corazón de La Latina, en
Madrid, lo que ellos llamaron “hucha de los deseos”. Frente a un mobiliario
urbano convencional, que es resolutivo y aclarador, la hucha sería un
“mobiliario controversia”, al ser capaz de generar interacción social, participación
pero también conflicto. Y es que a veces lo más
interesante de entender una actuación urbana como un colocar, es que el objeto
colocado es susceptible de ser puesto a prueba: como no se le supone carácter
de permanencia, puede darse por fallido o demostrar su valía en sus segundas
vidas, siendo reclamado en otros espacios donde aún pueda ser de utilidad.
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